El olor del olíbano no me incomoda. Estar de rodillas, sí. “Cuándo terminará”, pienso. Tras cada rezo la incomodidad va en aumento, hay muchas cosas que no entiendo.
— “Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa”, exclama el cura y el resto de los asistentes repiten al unísono.
Tengo siete años, quizás de lo único que tenga culpa es de haberme saltado el desayuno para tener más tiempo de jugar a la hora del recreo. Este Dios que castiga y me hace sentir culpable no me agrada, comienzo a rechazarlo.
Más tarde, las preguntas existenciales empiezan a nacer. Voy a ser astronauta cuando sea grande, quiero ver qué hay más allá de las estrellas que brillan en el firmamento. Leo sin parar enciclopedias que muestran de qué está hecho el Universo y es aquí cuando esta duda se instala en mi mente: “y si Dios creó al mundo, ¿entonces quién creó a Dios”.
Pero yo sigo rezando todos los días, cada mañana. Debo admitir que a veces le pido a este Dios represivo que me cobije y no me abandone, porque quién sabe, tal vez un día me escuche.
***
Hay mucho ruido afuera y dentro de mí, también. Tecleo en Google “b-u-d-i-s-m-o” y entro en Wikipedia. Mis ojos saltan al leer “no tienen y no siguen a un dios”, continúo indagando. La clase de mañana es sobre las distintas religiones, pero yo no quiero investigar sobre todas, solo sobre esta.
“Finalmente — mi pecho se revuelve mientras sigo leyendo — algo tiene sentido”, la voz en mi cabeza se pausa por un momento. Para el budismo, el estado de iluminación se alcanza descubriendo las respuestas dentro de ti. “Dios habita en mí”.
Si Dios vive dentro de mí, entonces también comete errores y pide perdón. Ella también llora y se conmueve con la maldad del mundo, con las guerras creadas en su nombre. Él llueve para hacerse escuchar y amanece con la esperanza de una humanidad más sabia.
La divinidad está en la mujer, en el hombre. También lo está en los perros y gatos, en los árboles, en las montañas, en el cielo. Está en todo y, a su vez, todo está en ello al mismo tiempo.
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Dios siempre habla y hoy yo lo escucharé por primera vez. Lo conoceré sin saberlo de antemano. Sin incienso de por medio, sin rosarios, sin cúpulas ni cruces, sin estar de rodillas. Estaré de pie. Son mis brazos quienes lo recibirán, mis ojos quienes lo apreciarán y mi ser quien no lo soltará.
Si de algo soy fiel creyente, es de que Dios no solo es arquitecto, también es espectador. No creo en gurús, porque la divinidad es libre, la divinidad une, no separa, no confronta. Y porque si la deidad caminara entre nosotros, un día cualquiera en la calle, no sería visto, no llamaría la atención.
Hoy no necesito religión para comunicarme con Dios. Hoy solo preciso cargarlo como una pluma, con delicadeza. Lo miro y tiene los párpados cerrados, respira suave como quien sabe respirar sin cuestionárselo. Es en este espejo donde observo — y siento — la plenitud de una vida que recién empieza, con su pureza. Mi corazón se detiene, las lágrimas caen solas, no puedo creer lo que estoy sintiendo. Todo eso que veo está también en mí.
Es el inicio de todo, no hay nada que lo contamine. Es el bien en su máxima expresión. Es la vida misma siendo ella. Sin embargo, otra pregunta se instala y quisiera hacérsela de frente. “Si así se siente la vida, ¿cómo se siente morir?”. Tranquila, hay respuestas que pueden esperar. No obstante, hay vestigios que se asoman, esa plenitud, esa unidad con el todo donde el miedo no existe.
Para hablar con Dios solo hay que ser humano.